La reciente publicación del libro “Vestidas para un baile en la nieve”, de Monika Zgustova, ha puesto en el punto de mira la situación de las mujeres condenadas al gulag, el sistema de campos de trabajo de la Unión Soviética, a menudo oculta, silenciada, perdida. Sus testimonios son un paso necesario para la recuperación de la memoria histórica.
A las dos de la mañana el silencio pesa. En las habitaciones de las komunalka, los pisos comunales del Moscú de Stalin, viven familias cercenadas por la historia soviética de las primeras décadas del siglo XX. No hay estancia habitada por personas indiferentes al dolor, no existen espacios, en esos edificios, en los que se pueda asumir que la construcción de una nueva sociedad, gloriosa e imperecedera, es un camino ajeno a la violencia. Son mayoría mujeres las que ocupan los cuartos, maridos, padres, hermanos, hijos, han sido llevados a campos de destino especial por miembros de la Checa acusados de enemigos del nuevo orden. Muchos de ellos han sido fusilados. Otros perecerán a causa de las torturas y otros consumirán sus fuerzas construyendo el futuro, más allá del círculo polar. Hay también muchos huérfanos en las komunalka, porque las esposas de los hostiles al régimen han entrado irremediablemente en el complejo sistema soviético del nuevo sol. Mientras las madres cumplen condena, los hijos que han tenido la suerte de no caer en los orfanatos de muerte segura, se afanan con entusiasmo en cumplir el sueño estaliniano. Él, sin duda, los guiará.
Los golpes en la puerta desplazan la gravedad del silencio directamente al corazón, el cual comienza a latir descontrolado, dificultando la respiración. En las habitaciones contiguas se escuchan susurros entrecortados, una luz en la distancia se apaga de pronto. Es muy probable que la diferencia entre la vida y la muerte sea ese instante. Si, imbuida de fe en el líder, segura de tu servicio apasionado al pueblo ruso, piensas que la presencia de la policía armada es un error – o un mal sueño -, tan solo llevarás contigo tu bolso y, quizá, un abrigo. Estarás de vuelta tras la comprobación. Si, a pesar de tu entrega al comunismo, registran la pieza y te ordenan coger algo de ropa interior y algo para el frío, tienes miedo, pero, aún con todo, confías en Stalin. Al fin y al cabo, no has hecho nada malo.
A la salida del edificio te espera el “cuervo”, un característico coche negro, presente en todas las pesadillas, cuya puerta se abre ante ti con un presagio tan cortante como la temperatura de esta noche gélida. Lo que te golpea el pecho, sin embargo, no es el frío, sino la historia. El cuervo aparca delante de la Lubianka, la prisión más temida de Moscú. Te propones reivindicar el malentendido, quieres volver a casa. O juras resistir.
Ya ha amanecido cuando te trasladan entre dos guardias a una celda atestada. Como tus piernas no responden, varias presas se lanzan a recogerte en el momento en que las manos que te asían, te sueltan con brusquedad. Son repetidas las noches de interrogatorio. Por el día no te dejan dormir. Quieren que firmes una confesión, que delates a tu familia, a tus amigos, al círculo en el que, después de muchas cosas perdidas, pudiste crecer y, sobre todo, pensar. A medida que pasa el tiempo, tus compañeras de celda te enseñan cómo sobrevivir. Ese contacto humano será el que te impulse a la vida. Puede que sucumbas a las torturas y firmes un documento falso. De regreso a la celda sentirás vergüenza, culpa. Quizá esa humillación sea más grande que el dolor de los golpes. Si sobrevives a eso, es posible que otro cuervo negro esté esperando por ti. Que te trasladen a Lefortovo o Butirka, otras prisiones en las que sufrirás los mismos procedimientos y donde el tiempo comenzará a ser un concepto distinto. Allí, quizá, encuentres a algún carcelero compasivo, que te dejará cerrar los ojos durante dos minutos. Ese descanso permite que sobrevivas a la cárcel. Estás a punto, gracias a eso, de iniciar la deportación. Miles de mujeres no pudieron.
Si el azar no te sonríe como hasta ahora lo ha hecho, entras en uno de los Stolypinki o vagones Stolypin, preparados para trasladar a los zeks (presos) a los campos de tránsito. Son los barrotes los que definen el espacio. El hacinamiento dificulta toda existencia digna. Tras días eternos en esas condiciones, llegas a tu destino entre cientos de cadáveres. El hambre y las enfermedades te acompañarán siempre. En todo caso, es un método como otro cualquiera con el que el estado reduce sus porcentajes. A veces hay trenes que te llevan a los barcos que hacen la ruta a Kolimá. Otras, hay que caminar hasta ellos. Muchas se cayeron en la nieve y no se levantaron jamás.
Minsk es un navío que ha pasado a la historia por lo que se dio en llamar “su gran tranvía”. Se denominaba “tranvía de Kolimá” a las violaciones masivas que se producían a bordo. Esto ocurría en los trenes, si conseguías zafarte en los vagones, aún tenías otra oportunidad. Miles de mujeres murieron violadas por los delincuentes que abarrotaban los camarotes de los barcos. Los guardias miraron hacia otro lado primero. Después, se deshicieron de los cadáveres tirándolos por la borda.
Alguien en una casa comunal, en una granja colectiva, en un campo de trabajo, recordó, un tiempo, con amor, a cada una de esas mujeres, sin imaginar su terrible destino. Con esperanza. Después, todo fue sombra. Nadie sabe, ni sabrá, sus nombres.
Si tienes mucha suerte, como Ariadna Efrón, hija de Mariana Svetaieva, una de las grandes poetas del siglo XX, alguien te reconocerá y te mantendrá a salvo. Hambrienta, sucia, aterrorizada, pero llegas. Como ella llegó. Entonces entras en el campo. Lees en el portón de entrada un lema que dice: “El trabajo en la URSS es una cuestión de honradez, gloria, valor y heroísmo”. Si lloras, tus lágrimas se congelan y se pegan a la piel. Consigues evitar la desesperación. Te desnudan, te rapan, te despojan de todo aquello que recuerde a lo humano. Te asignan un trabajo en función de tus fuerzas. Si después del viaje ya no te quedan fuerzas, no sirves. Serás trasladada al pabellón de inválidos, donde morirás de frío, de hambre y de enfermedad. Nadie sale de allí con vida. Si resistes, así empiezan tus cinco, diez, quince, veinticinco años de condena.
Talar árboles con herramientas rudimentarias, de doce a dieciséis horas, con una ración de 500 gramos de pan diario que se reducirá a 300 si no se cumple la cuota de trabajo, y a más – en caso de que te coincida con la gran hambruna del 42, en lo más crudo de la II Guerra Mundial -, a cincuenta grados bajo cero. O cavar en la mina para extraer oro, en cuevas congeladas, con utensilios inadecuados y un ritmo de trabajo imposible. Sin ropa de abrigo, enferma. Si desfalleces, te disparan. Si te tambaleas en el camino de vuelta al campo, y das un paso a la derecha, lo consideran un acto de sedición, un intento de fuga. Y te disparan. Miles de mujeres murieron así. Durante un tiempo alguien se acordó de ellas. Después desaparecieron.
Hasta la muerte de Stalin, y desde el año 1939, Beria, el ministro del interior soviético, se hizo cargo de los campos. Lo que habían sido campos de exterminio, antes y durante las grandes purgas, pasaron a denominarse campos de trabajo, con el objetivo de situar a la URSS a la vanguardia del mundo. El trabajo esclavo era necesario para mantener unos niveles de producción inalcanzables. Como consecuencia, y a la par que con la personalidad paranoide de Stalin, se elevaban las cuotas, se deportaban más presos y crecía el territorio del gulag.
Tú eres una presa política. Estás en peligro de muerte si te destinan a un grupo de trabajo formado por delincuentes. La salida que tienes es integrarte. Si logras convertirte en protegida de los urki – casta criminal profesional -, quizá te salves. Tienes que hacer lo que ellos te ordenen y, de todo eso, la prostitución es, con mucho, la opción más llevadera. Una vez que hayas decidido atravesar ciertas fronteras morales, en caso de que, vivido lo vivido, se mantenga alguna en pie, puedes optar por compartir tu nuevo estado con los jefes de campo o ciertas figuras relevantes para tu supervivencia. Jefes de cocina, por ejemplo. Guardias encargados de llevarte al trabajo. Médicos capaces de alargar tu estancia en el pabellón de enfermos. Puedes decir que no. Y morir violentamente. O arreglártelas, con la suerte de tu lado, y ser trasladada a otro grupo de trabajo. También decir que sí, y perder la razón. O decir que sí, y seguir viviendo.
El día en que decretan una amnistía para mujeres embarazadas, quizá te encuentres entre ellas. Sabes que no es bondad sino insatisfacción del estado soviético por unos niveles bajos de productividad. Quieres alegrarte, pero no sabes cómo. Te prohíben volver a Moscú o a cualquier otra gran ciudad. Te obligan a mantener esa distancia para que no haya peligro de una nueva condena. La reeducación del campo cumplió bien con su papel. Te quedas en Magadán, una ciudad que se creó con mano esclava donde antes había suelo congelado. Nadie quiere alquilarte una habitación, ni darte trabajo, ni venderte comida. Si te quedan fuerzas para arrastrarte, quizá meses, puede que encuentres un lugar inmundo donde descansar. Pero no te preguntes nunca para qué todo esto.
Después, la vida sigue. “Largo es el camino./El corazón no late,/el terror oprime el alma”, resuenan, todavía, millones de voces condenadas al gulag.
*Publicado en Táboa Redonda, el suplemento cultural de El Progreso de Lugo y Diario de Pontevedra.
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